Unas 20.000 mujeres mueren cada año a manos de sus familiares en todo el mundo, víctimas de los denominados “crímenes de honor”. Son tiroteadas, apuñaladas, degolladas, lapidadas, envenenadas, decapitadas, electrocutadas, quemadas o enterradas vivas como castigo a su comportamiento, entendido como impío, inmoral, indecente o pervertido. Sólo su sangre, dicen sus asesinos, puede limpiar la reputación del clan. El delito de estas mujeres es su valentía: la de contravenir la tradición y la costumbre, bien sea defendiendo su derecho a vestir de una manera, a estudiar una carrera, a dedicarse a un empleo mal visto entre los suyos, o eligiendo una vida sentimental y sexual libre, renegando de los matrimonios forzados, de las alianzas que se tornan en palizas e insultos, de las expectativas de su comunidad.
Cariño y oxígeno es lo que buscaba Tamar Zeidan, una joven de 32 años asesinada en diciembre en una tierra, Palestina, donde las muertes por honor se han duplicado en un año, pasando de las 13 de 2012 a las 27 del pasado 2013. Van cinco en lo que llevamos de año. Su caso aún se narra en voz baja en su pueblo de Deir Al Ghusun, poco más de 8.000 habitantes, cerca de Tulkarem (Cisjordania). Su padre, Munther, la estranguló mientras dormía la siesta. Lo hizo después de que se colgara en las cinco mezquitas del pueblo un comunicado, firmado por 51 allegados, en el que se exigía “el restablecimiento de la moral” en la familia tras los “actos vergonzosos e indignantes” que Tamar había protagonizado.
La joven, casada a la fuerza a los 15 años, llevaba cuatro años divorciada y había regresado a su hogar paterno tras tener que renunciar a la custodia de sus tres hijos. Desde el pasado verano, se había encontrado en algunas ocasiones con Iyad Nalweh, un hombre que la pretendía como segunda esposa. Iyad fue visto una noche a las puertas de la casa de Tamar. Unos vecinos se acercaron a atacarle o “proteger el honor” de la joven, según sus alegaciones ante la Policía. La disputa acabó con detenciones varias, Tamar exiliada en casa de su hermana en Ramala y un rumor, potente, que decía que la pareja llevaba tres días encerrada en la vivienda, sola, sin más testigos de sus actos. “Eso no es posible. Yo estaba ingresada en el hospital y ella estaba conmigo. Sé que era mentira”, relata su madre, Laila, con la voz ronca y cansada.
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